
Es mejor no engañarse: lo que el ciudadano ve es lo que puede comprar, lo que está al alcance de su bolsillo y lo que no. Y ahí es donde nos han engañado durante todos estos años, generando una falsa sensación de prosperidad que nada tenía que ver con la riqueza real.
Una vez constatado este espejismo, los agentes económicos se dedicaron, con gran ahínco, a mejorar la percepción de lo que se podía consumir sin mejorar en absoluto la capacidad económica real y mucho menos la renta de los trabajadores.
La estrategia, por tanto, consiste en hacer ver que se pueden comprar un montón de cosas que antes no se podían adquirir, transmitiendo así luna sensación de riqueza.
Un ejemplo, burdo e inexacto, pero muy gráfico, son los bazares chinos: desde que un bolígrafo dejó de costar cincuenta pesetas para poder comprar seis por un euro, la gente empezó a pensar que era más rica. La realidad, sin embargo, era que se habían abaratado una serie de productos con mayor valor simbólico que económico. Podíamos comprar papelería por nada, juguetes por nada y herramientas por nada, y gracias a eso los salarios parecían dar más de sí cuando en realidad se había perdido poder adquisitivo real. Evítese, por favor, aferrarse al flaco ejemplo del chino y llévese este ejemplo a muchos otros productos para comprobar su efecto en el monto económico global de un trabajador medio.
Por tanto, la estrategia que se ha aplicado a la fuerza de trabajo de España tiene un parecido con la que se aplicó a los indígenas de las colonias: cambiarles oro por baratijas. Abaratarles los productos electrónicos, abaratarles los productos simbólicos y los juguetes en general para darles a impresión de prosperidad cuando sus consumos reales, como cesta de la compra, electricidad, vivienda o gasolina no hacían más que encarecerse.
El otro pilar de esta estrategia es la sustitución de la renta por el endeudamiento. Es algo tan siniestro que merece su propio artículo. Queda prometido.
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